«A plantar, a plantar arbolitos, pronto el suyo tendrá cada cual. ¡Ay del niño que bien no lo cuide!, señalado entre todos será». La nieve es terca este invierno, no acaba de irse de Babia. Pero en la memoria de Emma y Ernestina siguen vivas las irrepetibles primaveras de la infancia. Puente Orugo, Truébano, la Babia esencial, brillaba en la fiesta del Árbol con el fulgor de las nieves atrapadas en Peña Ubiña. Pueden vivirse 99 años (a Emma le faltan cinco días para cumplirlos) y seguir bebiendo de aquella luz. Pese a todas las sombras.
Emma y Ernestina de Paz Álvarez son hermanas; había otras dos, Leticia y Rosario, pero ya fallecieron. Emma está muy cerca de esa mágica cima que son los cien años pero Ernestina le sigue muy de cerca: hará 96 años en abril. Ambas nacieron antes de la guerra... mundial, de la primera. Pero a Babia no llegaba la metralla que dejó millones de muertos, ingentes pérdidas y desolación. Algunos bienpensados dijeron entonces que aquella debía ser la guerra «que pusiera fin a todas las guerras». La realidad que siguió en ese siglo de convulsiones que fue el XX colocará una mueca irónica en el lector.
Emma y Ernestina son otro ejemplo de esos testimonios vivos, y aún muy despiertos, de personas a las que la irrupción de la guerra, en este caso la nuestra, trastocó el apacible camino que había comenzado en un auténtico edén: «Nuestros padres -“cuenta Ernestina- tenían la Venta de Puente Orugo, donde queda el puente; había cantina, tienda de comestibles, etcétera; y allí estuvimos más o menos hasta 1934». Los primeros recuerdos de Emma llegan hasta la escuela: «De Puente Orugo a Truébano íbamos andando porque sólo había 1,5 kilómetros. Y cuando nevaba nos llevaba mi padre a caballo. Había entonces 35 ó 40 niños y niñas en la escuela y el maestro se llamaba Albino Cuenyas, de Lago de Babia. Era muy buen maestro y yo le quería mucho. No me castigó nunca; sólo una vez que me dio por reírme de él». Emma habla con devoción de la escuela pues ella también se iba a dedicar a la enseñanza aunque la guerra, y las circunstancias de la vida, desbarataron en buena medida una vocación profunda. «En el año 31 acabé Magisterio y me puse a trabajar en el Colegio Leonés. Empecé con los niños pequeños que estaban internos y les decían parvulitos. Allí estuve hasta 1935 y luego me preparé para las oposiciones del 36 que no se pudieron celebrar con normalidad pues estalló la guerra; no obstante llegamos a hacer dos ejercicios pese a que fueron a boicotearlos: cuando estábamos haciéndolos entraron unos muchachos a deshacer todo lo que había en la mesa del tribunal y se llevaron los exámenes que venían lacrados de Madrid. Al final vinieron los guardias y los sacaron de allí, pero a los cuatro días el presidente de mi tribunal apareció muerto en el camino de la Serna...». Emma nunca ha superado del todo la frustración que le supuso abandonar la enseñanza: «En el 37, en plena guerra, me casé. Mi marido, Juan Manuel Garrido, era natural de Almanza y era guardia de asalto; les llamaban «los hijos de Azaña». Estuve unos meses como interina en una escuela de Celadilla del Páramo y mi marido me dijo que para qué nos habíamos casado si estábamos cada uno en un sitio... Al final dejé la escuela y eché a perder mi carrera». Pero, como el ave fénix, muchos años después, esa vocación que seguía latiendo renació de sus cenizas y recobró otra vez el vuelo. «Ya en el gobierno de Felipe González, ya con muchos años, publicaron unas listas con los que habíamos hecho aquel examen y pudimos reincorporarnos. Estuve dos cursos en Cistierna como suplente, ayudando, y allí cumplí 70 años pero estaba muy bien de salud y mejor aún de cabeza. Para mí fue como lanzarme al vacío porque lo que menos pensaba era volver. El sistema de estudio había cambiado completamente y fue un choque muy fuerte. Fue como si hubiera pasado una larga enfermedad y me hubiera repuesto de repente; me rejuvenecí interiormente porque me sentía útil, mientras que antes estaba derrotada».
Emma y Ernestina, basta escucharlas, son hijas de una tierra de privilegio y pionera en materia de educación. Que sus padres, Víctor de Paz y Dolores Álvarez, dieran prioridad a su formación pese a ser mujeres (los tiempos han cambiado, ciertamente) habla por sí solo de la trascendencia de esa simiente que dio tantos y tan buenos frutos gracias a excelentes y abnegados maestros volcados en su profesión. «Por entonces había escuela nocturna en Truébano y el maestro admitía a los chicos hasta bien entrados los dieciséis años. Y también a la gente mayor que quisiera ir a la escuela por la noche; eso que ahora llaman educación de adultos». Ya en esos años conocieron elementos educativos muy novedosos para la época como las diapositivas gracias a la labor de las Misiones Pedagógicas. «Recuerdo que venía un inspector que se apellidaba Ferrer y Rafael Álvarez, profesor muy conocido... acudía mucha gente a aquellas actividades».
Ernestina asiente a lo que dice su hermana pero, junto a los brillos de la infancia, la memoria le traslada a otros puntos de sombra que no le han abandonado. Son los años previos a la Revolución de Asturias, movimiento insurreccional duramente reprimido que desgarró profundamente a la sociedad asturiana y que fue cruento prólogo de lo que después vendría. Los nombres, los recuerdos escurridizos, auténticas gemas de la memoria, se le entrecruzan a Ernestina al volver sobre aquellos momentos en los que el miedo se iba ya enseñoreando de todo. «Recuerdo que había que llevar unos papeles a Truébano a un joven que se llamaba Justiniano y que había sido de los alabarderos del Rey. Cuando llegó la República lo licenciaron, marchó para el pueblo y allí se casó. La mujer, Enedina, salió toda sofocada y me dijo: Justiniano está escondido y está sin comer... Y yo le dije que iría a llevarle comida y una manta. Marché donde me dijo que estaba y, al verme llegar, Justiniano me riñó muchísimo, tanto que casi me hace llorar. Me dijo: Pero ¿sabéis lo que hicistéis Enedina y tú? Fíjate que si saben dónde vas, me fusilan a mí y a ti también. Me quedé parada y me fui dando un rodeo como si hubiera ido al cementerio y cuando regresé a Puente Orugo se lo conté todo a Enedina. Creo que fue esa misma noche cuando Justiniano y su padre marcharon para Asturias. Allí fue militar y por eso no le dejaron embarcar con su padre que más adelante se fue, me parece que a México».
Se disparan los recuerdos: «Es que al día siguiente ocurrió algo peor todavía. Estamos en Puente Orugo sentados junto a la carretera tranquilamente y empezaron a pasar tropas... pero espera, antes de eso, tiraron el puente. Metieron mucha dinamita, tanto es así que llegaron las piedras hasta casi San Emiliano. Mi padre había sacado los animales e hicieron que saliera mi madre que les había rogado que no tiraran la casa. Chari, mi hermana pequeña, echó a correr delante y vio que habían matado a un hombre que dijeron que era uno de los -˜rojos-™ de La Magdalena. Decían que eran -˜rojos-™ los que entraban pero en realidad eran de la falange de Valladolid. Y nunca supimos qué fue del cuerpo porque por la mañana ya no estaba. Y fue al día siguiente de aquello cuando mataron a un hombre de Villasecino: Aurelio Guisuraga; lo mataron cerca de casa. Se habían escuchado como unos tiros y yo dije: ¡Ay virgen, mataron a un hombre! Rosario me dijo: mujer, no digas tonterías, eso es que van a las truchas. Sí, sí, fuimos hacia allí y allí estaba tirado en el suelo ese hombre, en el cascajal de la tía Margarita de Villafeliz. Habían sido los falangistas de Valladolid».
Ernestina nació en Bahía Blanca -Argentina- y lo dice con orgullo aunque regresó con un mes de vida a León y ya no ha regresado nunca. «Fui argentina hasta el año 22 porque tardaron unos años en nacionalizarme española». Destapado el tarro de las sorpresas, Ernestina desvela la historia de un largo silencio. «Mi hermana Rosario contaba que le estaban cortando el pelo junto a la ventana y en eso que pasó uno de los que estaban escondidos y le hizo un gesto como de que se callara... Pues esto lo mantuvo en secreto hasta pocos años antes de morir. Aquel hombre era el veterinario de San Emiliano, creo que se llamaba Manuel Rodríguez, que se había ido al monte a esconderse aunque al final terminaron cogiéndolo, lo llevaron a San Marcos, en León, y lo fusilaron».
También en San Marcos fue recluido Eutiquio de Paz, tío de Ernestina y Emma que se salvó de forma providencial. «Le hubieran matado si no hubiera llegado a tiempo, ese mismo día, un jefe de Falange, Enrique Tuñón, que era dueño de unas minas en el Bierzo y que lo conocía porque paraba en la casa de los suegros de Eutiquio. Y además, una cuñada de mi tío trabajó con él como contable y acabaron siendo pareja como se dice ahora. Fue este falangista el que lo sacó y se lo llevó a las minas de Almadén porque creía que estaría más seguro. Y allí también se fue mi tía con su hijo chiquitín que todos los días, a las siete de la mañana, salía corriendo a dar un beso a su padre cuando, junto a los otros presos, iba a trabajar a la mina». Eutiquio se libró de la muerte y su hijo, Ovidio, nunca ha olvidado al salvador de su padre: «Ovidio lleva flores, sin falta, para Todos los Santos, a la tumba de Enrique Tuñón que está en el mismo nicho que su esposa Obdulia. ¡Ah! ¿y sabe por qué detuvieron a Eutiquio? Pues fíjese: que decían que si le silbaba por la ventana al cura cuando iba a decir la misa, que no iba a la iglesia, y que iba a arar los domingos... pero claro, iba los domingos porque él no tenía pareja (de bueyes) y era el día en el que se la dejaban los vecinos».
Emma parece pensar que ya vale de guerras y regresa al territorio de la paz, del diálogo, de la cultura, de la mano de aquellos calechos y filandones que eran como la universidad de la democracia. «El calecho se hacía en casa de algún vecino al terminar de arreglar el ganado. El que mejor leía, leía para todos. El abuelo Luis tenía unos libros preciosos. Tenía La lámpara de Aladino y otro que se titulaba La religión al alcance de todos y fue una pena porque lo rompimos en la guerra por miedo a que lo encontrasen. También se contaban cuentos y chistes y se comentaban los arreglos que se necesitaban en el pueblo o en las fincas... era una especie de concejo donde se trataban cosas de interés para todos».
Resume Emma lo que considera el secreto de su longevidad: «Andábamos mucho, buen agua, buen pan y mucho camino». No parece que tenga problemas de colesterol. «Se hacía buena matanza, un par de cerdos y una novilla y ovejas y cabras. Y había pollos, conejos, leche y mantequilla no faltaban y tampoco truchas. De los neveros de Peña Ubiña se bajaba nieve para conservar los alimentos y cuando había algún enfermo que lo necesitaba. Cuando mi hermana Leticia estuvo mal, el abuelo subió a Peñas Malas a buscar nieve para ponerle hielo en la cabeza».
Emma no es la misma desde que un mal accidente segó la vida de su hijo pero está orgullosa de su cosecha: «me quedan tres nietos como tres soles y tres biznietos». No puede olvidar pero prefiere pensar en los tiempos felices cuando subían al monte a cuidar el ganado; niñas solas frente al paraíso, junto a Peña Ubiña: «Yo era la más trepadora, era como una cabra... ¿recuerdas Ernestina cuando cogíamos las truchas en la presa del Molino? Sí se me escapó una y mi padre me dijo: «Sí hija, si hubiera tenido lana, la habías cogido». ¿Y esa otra canción de la Fiesta del Árbol?: «Un buen árbol va a la cuna, dos nos mece el casto amor, el bajel que al mar se lanza, nuestro lecho de dolor. Y con ansias moribundas, al perder la última luz, se hizo así nuestra esperanza en el árbol de la Cruz» .
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